Santiago. Hace menos de una semana, Sebastián Piñera, presidente de Chile, se percibía a sí mismo como un creciente líder internacional: consiguió para el país ser sede en diciembre de la 25 Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático; ejerció como coordinador de la cooperación internacional para apagar los incendios en la Amazonia, y a mediados de noviembre venidero Chile albergará la Cumbre de Líderes del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC).
Hoy, su gobierno está atenazado por un levantamiento ciudadano de grandes proporciones, la exigencia inusitada de su renuncia ha comenzado a crecer y apenas puede garantizar la gobernabilidad de Chile. Y la concreción de esas reuniones internacionales acá es totalmente incierta.
El símbolo de la creciente ingobernabilidad es la extensión a la gran mayoría de regiones (11 de 16) del estado de emergencia y el toque de queda; y la inatajable movilización de decenas de miles de ciudadanos que protestan de manera diversa e incansable en las calles, parques, barrios y plazas desde el pasado viernes 18.
Cuando un gobierno transfiere al ejército la responsabilidad del orden público, la gobernabilidad está en un punto crítico, el gobierno no puede asegurar derechos básicos a los ciudadanos. En ese sentido, la gobernabilidad es mínima, dice el sociólogo Axel Callís, director del área de Análisis Electoral de la Fundación Chile 21 (centroizquierda).
El ejército, según reconoce el gobierno, tiene 20 mil soldados desplegados en Santiago y varios miles más en las regiones (estados) del país. Sin embargo, ayer por la tarde trascendió que el Ministerio de Defensa, mediante decreto ejecutivo, está llamando a servicio activo a los reservistas.
Obedece a razones varias: el agotamiento de las fuerzas, que llevan cinco días en terreno; también con el intento de normalizar la situación, y en tercer lugar, si el movimiento social se radicaliza, van a necesitar cuidar objetivos estratégicos, el desplazamiento y abastecimiento. También hay una parte del oficialismo que insiste en la una línea dura, la idea de la guerra contra el enemigo interno, explica Callís.
El presidente Piñera, la noche del martes 22, habló al país ofreciendo una serie de medidas paliativas: aumento de 20 por ciento de las pensiones mínimas (170 dólares mensuales, aproximadamente, percibida por 590 mil personas), dejar sin efecto un alza en el precio de la electricidad de 9.2 por ciento, reducir los salarios, cupos y relección de los parlamentarios, un ingreso mínimo mensual de 500 dólares, aumentar el impuesto a la renta para las personas que ganan más de 11 mil dólares mensuales, etcétera. Rápidamente, desde la izquierda, organizaciones sociales y académicos esos anuncios fueron considerados insuficientes, lejanos al fondo que disparó la protesta: cambios estructurales que modifiquen la esencia ultraneoliberal del modelo de crecimiento que caracteriza la economía chilena y en torno al cual operan los abusos contra la ciudadanía, que en 80 por ciento percibe ingresos mensuales inferiores a los 800 dólares.
Los anuncios, en 80 por ciento, se tratan de reasignación de recursos del presupuesto. Es indigno dadas las proporciones del conflicto, no toca ningún privilegio, no toca el modelo que genera la desigualdad, son mejoras puntuales pero no resuelve el fondo del conflicto, afirma Callís.
Una crisis que comenzó por el rechazo de una subida de 4 por ciento en el precio del transporte público ha derivado paulatinamente en que abiertamente en la calle y en las bambalinas de la política, se hable de la renuncia y/o destitución de Piñera.
Las próximas 48 horas son críticas, o hay un agotamiento o una radicalización de las demandas y aparecen brotes de violencia más frontales. La presidencia de Piñera depende de eso; el viernes pasado era impensable algo así, hoy han trascendido hipótesis de acusaciones constitucionales para destituirlo, muy difícil que ocurra porque se requieren dos tercios del Senado, pero eso tres días atrás era absurdo y hoy aparece como una posibilidad, explica Callís.
Todo lo anterior, en medio de gravísimas y cada vez más corroboradas denuncias de abiertas violaciones a los derechos humanos por parte de la policía y el ejército que ya comienzan a ser investigadas por el Ministerio Público (Fiscalía). Y 18 muertos y más de 100 heridos reconocidos oficialmente.
La canción El derecho a vivir en paz, del asesinado cantautor chileno Víctor Jara, o el universal himno El pueblo unido…, letra de Sergio Ortega y cantada por Quilapayún, se escuchan en Plaza Italia, el epicentro de las manifestaciones multitudinarias en Santiago de Chile.
Cientos alrededor cantan, mientras otros miles marchan al son de sus propios acordes, de sus propias realidades, de sus propias demandas. Más abajo, camino a La Moneda, suena el sonido altiplánico de una quena, mientras una pareja de mujeres avanza tomada de las manos, manifestando su amor; atrás, a pocos metros, la oficina de un banco se quema.
Bombero, amigo, el pueblo está contigo, clama la multitud, entre la cual se mezclaron los que le prendieron fuego. Santiago de Chile es la ciudad de la furia: furia contra todo lo que se percibe como injusto, furia salvaje por conquistar aquello que se anhela que nazca.
La máxima expresión de la cohesión social que está formándose fue ver a barras bravas de Colo Colo y Universidad de Chile, los clubes de futbol más amados u odiados, enemigos acérrimos dispuestos a lo peor, disponibles para abrazarse y felicitarse.
Piñera ha logrado unir contra él a aquellos que incluso se odian. Miles marcharon ayer por Santiago y otras grandes ciudades de Chile, los mismos que llevan ya seis días implacablemente haciendo sonar por la noche sus sartenes y ollas. Todo está por verse.